El deseo y lo bello en el yo artista
- Aléxandros Wolf

- 11 nov
- 4 Min. de lectura

Deseo. Eres nuestro Sol: distante, pero caluroso; el inicio de todo lo que existe y el final de todo lo que alguna vez observaremos.
En el principio de las cosas la oscuridad era absoluta perfección. No había nada que descubrir, hasta que nacieron las estrellas, esas fábricas predilectas que alumbraron el Universo. Todo era posible entre las galaxias conformadas por las primeras viajeras de los espacios inconmensurables del Cosmos. Sin embargo, entre aquella multitud luminosa me surge una pregunta: Amado Sol ¿en qué momento decidiste engendrarnos bajo tu cuidado? Tuviste más fe en nosotros de la que los agricultores tuvieron en las frutas a través del tiempo.
Sin ti seguiríamos siendo polvo perdido, carente de sentido, flotando en planetas sin propósito. Miles de estrellas habrían fracasado en su intento de conformarnos, de sentir lo que era imposible hasta ese momento. Porque en la perfección, al tenerlo todo, se niega la intención de soñar con aquello que no se posee. Habríamos regresado a la era de la oscuridad. Perfectos, pero ausentes.
¿Les habría importado a las estrellas que su materia jamás pudiera producir los sueños? Esa sería historia contrafactual, “¿qué hubiera pasado si?”. Precisamente, allí está la puerta secreta del deseo. Todo nace cuando lo trasladamos a un futuro anhelado: “¿qué pasaría si?”.
Aquí estamos, en un mundo que creció bajo tu luz. Tú, nuestra estrella más cercana, nos sacaste de las tinieblas y encendiste nuestro deseo.
¿Por qué el mono decidió abandonar las arboledas? ¿En qué instante se erguiría sobre las praderas, plagadas de peligros? Como las estrellas, solo un loco se atrevería a entregarse a su deseo de explorar lo desconocido. Movidos por la necesidad o por el anhelo —que al final son lo mismo—, nos aventuramos a seguir hacia adelante.
Recorrimos montañas de rocas arrugadas, donde cada peñasco cobraba sus víctimas. Resistimos en sus cumbres fríos extremos que pudieron hacernos desistir. No obstante, algo nos movía a continuar creando nuestros propios caminos. Desafiamos selvas que escondían tesoros, resguardados por dragones de agua y de sombras. Nos esparcimos por desiertos de arena y de hielo, donde parecía terminar el mundo. Ni siquiera los océanos, plagados de criaturas hambrientas, lograron detenernos.
Hoy seguimos reproduciendo aquel mundo de hostilidades. Soñar es un acto comunitario, pero hacerlo realidad es un privilegio. Elegimos entre dos caminos: el sencillo y pavimentado, transitado por otros, pero incapaz de otorgarnos felicidad completa, y el complicado e inexplorado, lleno de razones para retroceder antes de que nos acabe destruyendo.
Al principio, nadie parece decidido a dar el salto. La duda es la muerte del deseo. Más abajo pueden esperarnos espadas o corazones, fortuna o desgracia. Nos impulsa lo mismo que a las primeras estrellas, las cuales se atrevieron a crear algo, aunque no supieran exactamente qué. En nuestro caso, una palabra, un pensamiento o una imagen. Algo que nos demuestre que otros también soñaron con lo mismo, y nos animen a seguir.
Los sueños son el combustible predilecto del alma: nos invitan a buscar lo que no ha sido revelado, pero que intuimos haber percibido. “Percibir”, qué palabra tan hermosa para aquello que se deja observar por partes, con cuidado, con miedo de romper su encanto.
Así de vulnerables somos ante el deseo. Somos una forma que lleva milenios cocinándose en el tiempo. Muchos dirían que allí radica nuestra fortaleza, pero cualquier cosa puede hacer temblar nuestros cimientos. Aprendemos que nada está sellado. Somos transformación y cambio, como el agua del río que fluye hacia el océano.
Que sea así, pues. Deseo surgir de la tierra, verterme por las cumbres escarpadas y recorrer un mundo posible gracias a la palabra creadora. En ello descubro el poder de lo bello: esa consecuencia de creer que lo más lejano puede alcanzarse si lo perseguimos con firmeza.
Que en medio de esa búsqueda nazcan flores, crezcan árboles fuertes, pululen insectos en mis palabras y llenen los rincones de su nuevo mundo. Todo surge del agua, incluso la tierra que la contiene, como las estrellas que aparecieron de aquella oscuridad primordial y absoluta.
Desear es entregarse a la fuerza caótica de la creación. En nuestro caso, como escritores, es atraer mil historias que esperan adentro de las rocas de tinta. Debemos romper el cascarón que las aprisiona, impedir que queden ocultas. La otra opción es olvidarlas. Por eso serán lo que hagamos de ellas: sufrirán o crecerán bajo nuestro arbitrio.
¿Quiénes somos, si no deseo? Deseo de ser algo más que humanos. Deseo de romper con el mundo desde adentro. Deseo de perdernos entre las montañas.
Son las palabras nuestro polvo de estrellas, esperando que corramos a su lado, veloces como jaguares en la selva. Con ellas alcanzaremos las alturas de las águilas o nos deslizaremos entre la hierba como las serpientes. Para desear, debemos liberar el espíritu: esas ganas de anhelar como los colibríes son llamados por el néctar.
He aquí un sinfín de imágenes bellas, porque en ellas está el sentido que les damos. Algunos hallarán más hermoso el brillo verdoso de la esmeralda, o la calma que trae un lapislázuli. Otros desearán lo rojizo de la sangre y lo mundano de las tripas, aquello que haría mi estómago enroscarse. Todo para decir que cada uno encuentra lo bello en lo que desea, porque eso es lo que los atrae.
La belleza está en la honestidad del arte: poner una piedra sobre otra, construir casas sobre troncos suspendidos en el aire, en un equilibrio planeado, aunque un día una pieza faltante haga que todo colapse. Las primeras en hacerlo fueron las estrellas, y no tuvieron miedo de dispersarse hasta crear lo que existe, incluso aunque esto signifique que en algún momento lo consumirán todo de nuevo. Por lo tanto, es necesario desear compartir un mundo honesto, porque de allí nacen los universos más bellos.
Que nuestros escritos sean aquello que espera nuestro regreso en cada página, o el trazo de imágenes que manifestamos con la pluma. Que nos entreguemos a una travesía como lo hicieron las estrellas, y creemos cosas que puedan sorprendernos desde el deseo.







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